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EL GRAN VUELO TERRIBLE TANIA TAMAYO GREZ | INVESTIGACIÓN

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Género: INVESTIGACIÓN

Investigación periodística que indaga las razones del accidente sufrido por el Casa 212 que llevaba una tripulación civil a la isla Juan Fernández, entre ellos, al animador Felipe Camiroaga y al director de Levantemos Chile, Felipe Cubillos, tragedia que remeció al país.

 

El viernes 2 de septiembre de 2011 se precipitó al mar el avión de la Fach cuyo nombre de combate era Pegaso. Los 21 pasajeros que iban en el vuelo llevaban ayuda a la isla para colaborar en las tareas de reconstrucción luego del terremoto y tsunami de 2010. Todos murieron. Las causas nunca fueron claras: una nave militar trasladó como carga a 21 pasajeros civiles y se cometieron una serie de irregularidades y negligencias que ahora, en este libro, salen a la luz.

 

 

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Solo una manga de nylon, impresa con franjas blancas y rojas, registraba la dirección del viento en el aeródromo de la isla Robinson Crusoe la mañana del viernes 2 de septiembre de 2011. Golpeaba inflada hacia el este, y luego insistía con más velocidad y ritmo: uno, dos y tres, como un martilleo. El viento oscilaba entre acelerados 35 y 40 nudos, y hacía frío. El termómetro marcaba 12 grados cuando se anunció inestabilidad posfrontal.

Más allá, al sur, el mar se movía picado y las olas llegaban a los cuatro metros, para luego chocar contra el roquerío.

A los costados del aeródromo, dos formaciones rocosas separan la pista de aterrizaje de las aguas. Un peñasco sinuoso que esa jornada generaba paredes de nubes y vientos que iban y venían. Cuando hay acantilados y nubes los vuelos peligran, dicen los pilotos. En ese momento se tejía el peligro en la zona llamada «la canal».

En 2011 —al contrario de lo que ocurre hoy— no había torre de control para los aterrizajes en la pista del archipiélago de Juan Fernández, tampoco equipos meteorológicos. Solo se contaba con la manga o cataviento, una cámara de televisión y un anemómetro manual del tamaño de un celular. Adminículos básicos que entregaban información para ser enviada al pueblo de San Juan Bautista, al otro lado de la isla Robinson Crusoe, donde están las famosas cuevas de los patriotas desterrados por los españoles en 1814, tras el Desastre de Rancagua.

Hace diez años vivían en el pueblo un poco más de ochocientos habitantes y dos funcionarios de la Dirección General de Aeronáutica Civil (DGAC), que apoyaban el aterrizaje de los aviones a través de ondas de radio VHF. Pero eso ocurría hasta que los pilotos tenían ante sí la pista de aterrizaje y decían «cancelo plan de vuelo con pista en frente», porque en ese momento las frecuencias radiales de la comunicación se interrumpían en medio de los cerros.

Más grave que eso eran los dieciséis kilómetros que separaban la oficina de la DGAC del aeródromo: las condiciones meteorológicas de un lugar y del otro no eran las mismas.

Ese día tampoco se contaba con un protocolo de aterrizaje de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) por escrito.

Lo insólito es que, ocurrida la desgracia y las muertes, la DGAC, una institución dependiente de la FACh, siguiera defendiendo esa precaria infraestructura. En un comunicado del mismo año la institución señalaba que no era necesaria una torre de control u otro tipo de infraestructura, debido a las «escasas operaciones aéreas» realizadas en Juan Fernández; y que el terreno definido para instalar la pista era «el único lugar posible».

Pero todos los expertos, de uno y otro lado, argumentaron que una pista como esa era un despropósito, un riesgo para los pilotos y para los habitantes de la isla.

La tragedia lo confirmó.

En esa franja estrecha y corta, como un portaviones terrestre, se posaron dos aeronaves comerciales unas horas antes de la catástrofe del 2 de septiembre de 2011.

La primera, de la empresa Inaer, fue pilotada por Nicolás Vidal, y debió sortear el viento cruzado.

La segunda, de la línea Transportes Aéreos Corporativos, fue manejada por Ricardo Schafer, un avezado piloto comercial, con cuarenta y dos años de experiencia y centenares de vuelos a la isla. Según contó meses después, enfrentó turbulencias y aterrizó tras ser desplazado hacia la derecha, lo que lo obligó a girar drásticamente a la izquierda para recuperar el equilibrio. El «cuneteo» desinfló el neumático derecho de la nariz del avión.

La línea aérea ATA, por su parte, canceló el despegue desde Santiago tras conocer el informe meteorológico de la jornada: el viento cruzado golpeaba los aviones, el mar estaba malo y saltaba por sobre el muelle de bahía El Padre. Los informes de navegación de la Capitanía de Puerto lo advertían.

También recularía Teodoro Rivadeneira, pescador artesanal y microempresario de mariscos congelados de Juan Fernández, encargado esa mañana de llevar a los turistas al pueblo. Cada vez que aterrizaban visitantes o isleños al archipiélago existía, y aún existe, la necesidad de llevarlos al embarcadero de bahía El Padre y, desde ahí, trasladarlos en lancha a Cumberland, bahía ubicada al noroeste de la isla Robinson Crusoe, donde justamente se levanta el pueblo.

La otra opción, cuando el tiempo no acompañaba a la navegación, era dormir en el hangar del aeródromo o, para los más deportistas, caminar cinco horas por los montes a través de un camino —dependiendo de la estación— de tierra y barro, y para eso, lo ideal era hacerlo con zapatillas de fútbol con estoperoles para no resbalarse en el suelo blando.

Desde ese camino se puede ver el frondoso Parque Nacional Juan Fernández y, hacia abajo, el mar de dos toneladas de biomasa por hectárea. Las aguas de Juan Fernández reverberan de plancton y cardúmenes de colores inimaginables, como el celeste del jurel y su cola verde neón.

Hay en el lugar toda clase de especies autóctonas, porque el archipiélago de Juan Fernández, que incluye las islas de Robinson Crusoe, Santa Clara y Alejandro Selkirk, es el terreno insular con mayor porcentaje endémico por metro cuadrado del mundo. En la zona del aeródromo, los lobos finos de mar, distintos a los conocidos en el continente, emiten un sonido inusual. Parecen gritos, pero son solo sus rugidos, y luego sus ecos.

Los granizos del día 2 de septiembre de 2011 cayeron en forma de yunque, y eso aleonó más a este paisaje temerario. La naturaleza —sumada a decenas de errores humanos e institucionales barridos bajo la alfombra— derribó con brutalidad un avión mediano, a 33º latitud sur y 78º longitud oeste. La caída atronadora y el halo devastador de la tragedia paralizaría al país, pero no detuvo las bandas frontales de esa tarde, los vientos descendentes, las turbulencias, el movimiento de la palma de Juan Fernández y el pasto inquieto. Tampoco a los helechos trepadores y toda esa flora que se asemeja a la del bosque valdiviano.

Comprendemos la naturaleza resistiéndola, afirma una frase célebre.

Sin embargo, los errores institucionales resultan más difíciles de entender.

Tras declarar ante la Policía de Investigaciones por lo acontecido, el pescador Rivadeneira, encargado del traslado por mar, contó: «Esa mañana, cerca de las 10, fui a buscar a las personas que habían llegado en dos vuelos anteriores. En ese viaje pude apreciar que había mal tiempo, granizos y una mar gruesa, lo que hacía muy difícil navegar».

«Me puse en contacto —continuó— con la Capitanía de Puerto para avisar que traería a particulares, pero di aviso de que no podía llevar a los pasajeros del avión de la FACh al pueblo, por el peligro que implicaba».

Rivadeneira no se atrevió. Y otro pescador, diestro, experimentado, y empleado de la línea ATA, simplemente frenó la llegada del avión con un llamado a Santiago el día anterior, porque todos en la isla aventuraban lo que venía. Maximiliano Recabarren le señaló el 1 de sep

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